La Mancha

Ocre, como tus ojos…

[…] Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas.
La tierra no revive, el campo sueña.
[…] [Antonio Machado 1907-1917]

Cuando Constable retrataba aquellos paisajes de la campiña británica, todo eran verdes prados con alguna figura desempeñando sus tareas cotidianas.
En las fotografías de Angélica Suela de la Llave, las figuras han desaparecido.
El paisaje ha dejado de ser pintoresco, pero guarda aún algo de aquellos paisajes pictóricos de principios del XIX.
Lugares para la intimidad, lugares para el recogimiento, con ese sabor de antaño,
algo descolorido, pese a los colores saturados, pero llenos de memoria, de una memoria por la que entramos sin darnos cuenta, como le sucede a Aragon a través de los ojos de Elsa.
Tierra y más tierra, caminos polvorientos que nos llevan a ninguna parte; caminos tortuosos, serpenteantes, inciertos, paisajes en definitiva para la intimidad.
Arquitecturas disfuncionales que acaban fundiéndose con la propia tierra que, a su vez, se apropia del edificio, pintando sus paredes de forma orgánica; paredes que lloran por su propio abandono.
Pequeños riachuelos recorren las tierras, flanqueados por árboles, danzando con el viento. Lugares cuya piel desvela la vejez de aquellas tierras craqueladas por el tiempo.
Las imágenes de Angélica nos transmiten ese enfrentamiento del espectador ante el paisaje manchego, con una mirada algo romántica, dejando traspasar ese sentimiento que se desplaza entre lo bello y lo sublime y que nos deja ensimismados ante su contemplación.

Virginia de la Cruz Lichet, 2011

La Mancha

Angélica instala sus ojos fotográficos en los campos de La Mancha y espera. Sabe que necesita de paciencia y de silencio, porque el paisaje de las llanuras del sur de Castilla habla, pero no tiene la locuacidad de los paisajes que hechizan al fotógrafo con la palabrería del charlatán, que muestran sus portentos a gritos o que declaman en voz alta sus encantos de cromo o de postal.

Los campos que fotografía, reciben sin alterarse los rasguños del arado o juegan al engaño de los cinco chaparros, que proponen un enigma de desierto y oasis para descubrir, a la izquierda y en primer término, la solución del juego.

La tierra soporta también las cicatrices de caminos y carreteras, que se abren sobre la piel verde y ofrecen en sus cunetas la carne rojiza de la tierra revuelta. Tierra roja que simula a veces ser un estrato profundo, un organismo fosilizado y muerto, que sin embargo se nos revela luego como el cuerpo vivo que engendra la cosecha.

Porque los campos y el paisaje consienten la mano del hombre, los surcos paralelos, los caminos y sus señales, las casas de labranza abandonadas, los pueblos lejanos, los ecos de un automóvil que pasó hace años junto a una niña que dejó de serlo. Y para ofrecer su testimonio se sirven de una luz rotunda, una luz de estirpe bíblica, que rara vez devuelve sombras, pero que inquieta por su caída vertical y su peso de plomo, una luz que lo desvela todo.

Y cuando esta luz se desvanece, velada por la niebla, la ausencia humana es aún más evidente: al fondo quedan los linderos, bajo el sol pálido sólo espera a Godot un árbol seco.

Juan Castro Roldán

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